-Tu abuela ha perdido la cabeza -me dijo aquel día mi tía Fatma, cuando volví de la escuela. A la vez que se ponía las sandalias, sacudió mi cojín y me acercó el plato. Luego salió. Daba unos pasos tan rápidos, que la arena que levantaba del desierto empezó a flotar en mi sopa y a pegarse entre mis dientes. Porque, como es natural, yo tenía la boca abierta. Quería pedirle a tía Fatma que repitiera en hassania, nuestro idioma, eso de que mi abuela había perdido la cabeza. Tía Fatma apenas sabía español. Era raro que no se equivocase. Habría dicho «cabeza» donde tendría que haber dicho «tetera», por ejemplo.
Baraka es una niña de doce años que vive en una jaima del desierto con su madre, sus tías y su abuela Bahía. La enfermedad de Alzheimer comienza a arrancarle a esta última sus recuerdos. Ese terrible mal simboliza también el olvido que se cierne como una amenaza sobre su pueblo: expulsados hace más de 30 años del Sahara Occidental, habitan en la inhóspita Hamada argelina y sólo los ancianos sienten el vacío que deja el destierro de su patria y el desarraigo; los jóvenes solo la conocen de oídas porque jamás la pisaron.
Bahía va legando a su nieta una herencia inmaterial de valor incalculable: su memoria, un elemento que actúa como hilo argumental del relato, al que se añaden otros aspectos, como la importancia de la transmisión oral de la cultura, las relaciones familiares, la amistad, o el contraste entre la vida en los campamentos de refugiados y las comodidades del mundo desarrollado.
Carmen Montalbán plasma en esta historia la honda impresión de su estancia en Tindouf, la fascinación por el paisaje del desierto, la hospitalidad de su gente; el resultado, una obra comprometida en el fondo, sensible en la forma, didáctica en su recorrido literario por el mundo, tierna en el vínculo creado entre nieta y abuela; un libro que entra por los sentidos, como el té: suave, amargo y dulce, como el amor, la vida y la muerte.
Las acuarelas de Pilar Millán aportan calidez y colorido, nos transportan al reino de la arena, sus espacios y costumbres; mas también al mundo de las emociones, los sueños y los símbolos evocadores, como la Luna.